lunes, 21 de mayo de 2012

El camino

Y después de todo lo visto y lo considerado, ¿qué otra cosa quedaba por hacer, sino marchar? Así, me adentré en el bosque, siguiendo el sol de la tarde.  Caminé y caminé por muchos años y muchos suelos hasta que ya no supe de direcciones y sentidos, y entonces pensé que me había perdido. Luego pensé que uno solo está perdido en relación a un punto de referencia y yo los había abandonado todos, por lo cual concluí que no estaba en realidad perdido, sino desubicado, así que construí una casa. Allí mi espíritu reposó brevemente y las raíces lo sosegaron, pero luego una angustia explícita lo atizó: no era suficiente estar, no estar suficiente ser. Así que volví al camino. Fui hacia donde iba antes de haberme detenido  y anduve en tal dirección otros muchos años: caminé y caminé, día y noche, despierto y dormido y nunca me detuve por más cansado que estuviera, procurando siempre acelerar cuando posible. Jamás encontré nada. Finalmente mis piernas se cansaron, mi alma me pesó y mi cuerpo yació en el piso, exhausto y tembloroso. Era el fin. Sentí rabia, frustración e impotencia porque moriría sin saber, sin siquiera sospechar. Quise vivir de nuevo, quise haber comenzado antes el camino, quise haber nacido en el camino, en su mismo final, en la inminencia del evento, en la víspera del encuentro incandescente y la última serenidad. Pero no. Mis ojos se cerraron, mi mente se apagó, mi corazón cesó su movimiento. La última sensación  fue vívida como el primer dolor de la vida, llegó de pronto y duró justo lo suficiente: certeza. Fue una sorpresa, pero en el fondo no lo fue. Sentí en mis huesos que no había desperdiciado el tiempo, que había elegido bien, que no había en realidad otro camino aunque no lo había descubierto a tiempo. Adelante hay algo, supe. Cerca, lejos, pero en esta dirección. Quien quiera que me encuentre, retire mi cadáver del camino, y siga en la dirección que apunta mi cabeza.   

lunes, 16 de abril de 2012

De la genialidad…




La inteligencia, no importa cuán aguda, sólo permite conocer aquello que, objetivamente, se puede conocer, y  en la medida en que "se deje" conocer. Pasado cierto nivel de conocimiento fiable (comprobado científicamente, digamos), el cual se refiere, más que a aspectos trascendentes, al aspecto logístico del fenómeno vida (a su anatomía y mecánica: física, biología, matemática), el resto es tratar de inferir la verdad de las cosas a partir de pautas aisladas y datos que nos parecen relevantes pero que vienen desde esas mismas categorías (las ciencias). ¿Y cuál es la única forma de vislumbrar la verdad de la vida a partir de esas pautas y datos? combinarlos en hipótesis, por supuesto, y aquí viene el problema: el número de hipótesis posibles con esos datos es limitado, porque las posibilidades de combinación son limitadas, porque, a su vez,  los datos y pautas son limitados. Esta situación pone un tope a la inteligencia, y mientras más inteligente el sujeto más acelerado su camino y más rápido su encuentro con ese tope infranqueable. Por eso el superdotado, introducido al saber mediante la educación,  empieza por lo "más concreto dentro de lo abstracto", es decir, empieza computando, procesando, trabajando con números, conceptos espaciales y temporales, códigos lingüísticos, etc... pero cuando la carpintería ya no le es suficiente para otra cosa que no sea regodearse en la habilidad entonces él contempla  la lógica y sabe que el siguiente paso es aplicarla para explicar la realidad, la existencia, para explicarse a sí mismo. Y cuando lo hace, conoce el tope. El tope probablemente esté más lejos que el tope del conocimiento alcanzado en la generación anterior, pero no mucho más, por lo menos nunca,  hasta ahora, suficientemente lejos como para responder alguna de las preguntas fundamentales. Quienes afirman lo contrario mienten, o han perdido la objetividad por algún extraño sentido de fe. Por eso el superdotado es mágico cuando niño, pero si los buscas de adultos encuentras a 99 de cada 100 estampados en ese tope macizo, estrellados sus intelectos contra ese muro infranqueable, desfigurados sus espíritus por el choque, convertidos ellos en personas regulares. Ah… pero de cuando en cuando hay uno, claro, ese uno en cien...   

domingo, 5 de junio de 2011

Creencia: atrofia, fragmentación, reconfiguración...(Parte segunda)


Más con el tiempo, el conocimiento de la realidad, empecemos por la segunda provisión, pasa a ser atribución de la ciencia (que dicho sea de paso es fenoménica, lo que de entrada echa por tierra supuestos esencialistas, vitales para la creencia clásica). Es ella desde entonces quien satisface la necesidad de predecir, explicar y manejar los sucesos entre los cuales tiene que moverse el hombre, le da información útil para usar el entorno y un marco teórico con leyes físicas y constantes matemáticas y biológicas que le reportan ese indispensable sentimiento de estabilidad, seguridad y demás, antes buscado en el discurso dogmático, además de anular la noción de providencia. Por otro lado, los referentes para el comportamiento abandonan al profeta y prestan oído a los paradigmas sociales, productos de modos de organización que adquieren con el tiempo volumen y articulación, aunque no complejidad: dadas ciertas bases mínimas de regulación de la interacción humana, consensuadas o peleadas y que el hombre se obliga a cumplir (dígase, derechos humanos), las restantes pautas morales responden a un criterio logístico, y el formato de su despliegue cultural es de autoría del contexto local. El mismo sistema social penetra hasta los huesos la vida de las personas y termina construyendo fuentes de esos "elementos estructurales abstractos de tipo psico-emocional", paradójicamente muy concretos en tanto que socioculturales,  tales como aprobación, estima, etc.

Entonces, al perder tres de cuatro, la creencia se fragmenta, porque antes de quebrarse ella como construcción ideológica se fragmenta en la carne ese bloque de la configuración psico-social; ello debido, a su vez, a que en la sociedad, sentido, información y conducta se dividen formando parcelas que interactúan y a veces hasta copulan, pero no se fusionan. Es decir, la creencia primero pierde la batalla en la arena social como esquema de vida y referente del vivir para luego derrumbarse progresivamente como doctrina y teoría del individuo, obligado a funcionar bajo nuevas brújulas y por ende empujado a concebir nuevos esquemas teóricos. Tal circunstancia es advertida incluso por las creencias paridas por los dos últimos siglos de la historia y muy estratégicamente tomada en cuenta para el diseño de su discurso ideológico y medios de propagación. Así, el fenómeno de creer es reducido a su mínima expresión: el sentido, pero incluso dentro de este elemento hay variantes pues minoría son las ocasiones en donde el común de la gente , en la actualidad,  aborda desde lo puramente contemplativo el tema existencial, la justificación trascendental o la búsqueda de sentido. Hoya, las más de las veces esas aproximaciones al lado ciego de la vida son gatilladas por angustias y ansiedades paridas en circunstancias relativas a la búsqueda de felicidad o el “evitamiento” de dolor. Felicidad y dolor: tales categorías y sus circunstancias son, hoy por hoy y para la mayoría, concretas, cercanas, sociales.

El remate de la lidia es que esos 3/4 de la creencia convencional se pierden no solo para quienes se acometen a adoptar una, sino también para quienes ya la tienen y creen vivirla con convicción. Los componentes científico y social tienen influencia en la vida cotidiana del creyente y del escéptico por igual, pues gran parte de las interacciones humanas y su implicaciones "superiores" (juicios de valor, nociones de reciprocidad o unilateralismo, márgenes de tolerancia y demás) responden cada vez más a paradigmas sociales, en la medida que éstos determinan condiciones de vida a las que el individuo debe adaptarse. Suplantan en el diario a sus equivalentes nacidos en la pura creencia aunque el creyente no quiera y luego la inevitable ruptura entre vida privada y vida pública (desde la arrinconada óptica dual de creer y hacer) provoca en el individuo una creencia contenida tras los muros de la praxis y abordada cada vez con menos frecuencia. Todo queda en una vela que se enciende cuando falla la electricidad.


Ahora, si bien en el principio del texto que usted lee se mencionó a las “religiones occidentales de hoy en día”, esto no es una realidad occidental que se extiende, es un cuello de botella inevitable para toda cultura que camina. Occidente solamente presentaba condiciones óptimas para llegar primero a este punto. La vida actual, determinada enteramente por la construcción social, hace simplemente innecesaria la creencia para el hombre promedio y además, difícil vivirla. ¿Significa esa innecesaridad que en el pasado el hombre común estaba ligado a la creencia fundamentalmente porque le era útil? Claro. Pensar en la nobleza de espíritu como algo constitutivo de la especie humana es bastante ingenuo. ¿Significa esa dificultad que en  el fondo la creencia al hombre le ha significado, por decir lo menos, una incomodidad para el disfrute que halla en el despliegue de su vivir, como sea que lo haga, y ahora que ya no hay necesidad de él el sistema social esquemáticamente ataca el fenómeno religioso formal? Claro. La hipocresía, el servilismo y la traición fueron, debido a su carácter recursivo, de las primeras prácticas desarrolladas e internalizadas por el hombre en su evolución. Si le preguntara usted al grueso de la población si experimenta necesidad de creer, y  pudiera de alguna mágica forma asegurar honestidad en la respuesta, le diría que a veces. Y si le preguntara porqué no vive de acuerdo a los principios morales de su credo, le diría que porque no quiere.                                                         


sábado, 21 de mayo de 2011

Creencia: atrofia, fragmentación, reconfiguración...(Parte primera)




Quien observa a los creyentes de hoy en día, los creyentes promedio de cualquier religión occidental hoy en día, y los compara con varias y sucesivas generaciones de sus equivalentes en tiempos pasados, se percata de la "tendencia a la alza" de su falta de convencimiento, compromiso y convicción. Ojo. Hablo de creyentes promedio. El grado con que las personas profesan una creencia religiosa puede, como todo concepto susceptible de ser gradado, encuadrado en un rango. En el caso de las creencias teocéntricas, y aún muchas que no lo son, el final de uno de los extremos de ese rango es usualmente el fanatismo, y el otro extremo es aquel sujeto cuya concepción y vivencia del credo es extremadamente débil, dispersa e infrecuente sin dejar, sin embargo, de creer. Después de ello solo queda el escepticismo o la negación.  Establecidos estos rangos, separemos a los fanáticos de los ortodoxos y de allí hacia abajo podemos considerar una gran fila de personas ordenadas  de acuerdo al nivel e intensidad de su creer. Asumiendo que el fanatismo sea un fenómeno con un componente de irracionalidad y subjetividad que baila con  lo patológico, por lo que lo dejamos fuera de discusión por el momento, enunciar la existencia de las otras dos categorías (ortodoxos y “el resto”) supone concebir un espacio cualitativo entre lo ortodoxo y lo que está debajo de él hasta llegar a lo mediocre. Dicho espacio está definido por la cantidad, relevancia e impacto, en la vida del propio sujeto y de los que le rodean, de las acciones orientadas por los principios y normativas de su creencia versus la cantidad, relevancia e impacto de las acciones orientadas por causas o razones ajenas a esta misma creencia.  Ahora, en una muestra de 10 personas, la suma de fanáticos y ortodoxos llega a 3 y los 7 restantes están en la fila ordenados según se dijo. Es en esos 7, la obvia gran mayoría, la masa, que se produce en principio el fenómeno de atrofia, fragmentación y reconfiguración que a continuación vamos a abordar y a ellos (salvo alusión explícita a otros) nos referiremos tácitamente de aquí en adelante.
Insuflada de misticismo y misterio en sus inicios, días primeros de la organización social, la creencia se derramaba solemne desde una fuente metafísica, articulando las novatas relaciones humanas, las confusas nociones acerca de la realidad y las novatas relaciones del hombre con esa confusa realidad. El concepto clásico, mínimo común, de creencia se caracterizaba, y ahí radicaba su fuerza,  por proveer cuatro cosas al ser humano:
·         * Respuesta a cuestiones “límite”, tales como si hay existencia antes de lo que llamamos vida o el destino de la consciencia al morir el cuerpo, preguntas todas encaminadas al fin último de adquirir un sentido para la vida, una justificación trascendental para cierto modo de llevarla.
·         * Conocimiento acerca de la realidad estructural y su funcionamiento, esto característicamente en términos abstractos y nouménicos y con un aura de absolutismo destinado a justificar autoridad y esquemas sociales.
·         * Referentes para el comportamiento en general, siempre en términos ético-morales.
·       * Elementos estructurales abstractos de tipo psico-emocional, necesarios para y comunes a todos los humanos pero sensiblemente encuadrados en la individualidad del cuerpo: noción de protección, posibilidad de provisión, aprobación, aceptación y similares.

Tales provisiones, y sus correspondientes necesidades a satisfacer, conforman un bloque central en la configuración del hombre de primeros  y medianos días de civilización, una configuración teórico-práctica  donde saber, religiosidad y normativa se mezclan promiscuamente, y que tal vez desde hace apenas 200 años empieza a recibir una cantidad considerable de otras influencias. Dicha vinculación era íntima a tal punto en aquel hombre, que la separación de  esos elementos es sólo posible en retrospectiva analítica acometida desde una actualidad considerablemente diferente. Por supuesto, tal bloque guarda fidelidad a su contraparte  contextual: una configuración económica - política - cultural - religiosa que propugna y promueve un orden social donde la realidad, el sentido de vida y el comportamiento también eran un entramado compacto:  destino, camino y razón para ir. La palabra clave aquí es necesidad. Este sistema sociedad X – religión X – sujeto X, funcionaba, en la práctica, debido a ciertas necesidades puntuales del humano de ese momento histórico. Es decir, al margen de los núcleos conceptuales de cualquier creencia clásica y los análisis y valoraciones teóricos que se puedan hacer al respecto (como la fiabilidad del conocimiento, de la realidad que la religión proporcionaba), ésta, empíricamente, era exitosa porque se mostraba relativamente eficaz en su función de satisfacer las necesidades humanas en aquel contexto, así como en satisfacer, (no podía ser de otra manera) las necesidades creadas, intencionalmente unas veces, espontáneamente otras, por ese mismo sistema religioso-político-económico. En la  matriz medular de esas necesidades encontramos el miedo producto de la impotencia. Impotencia que se creía natural y constitutiva del ser humano (parte importante de muchas creencias era, justamente, alimentar ese sentido de impotencia) y que luego resultó ser en gran medida inversamente proporcional al poder que deviene del conocimiento y la voluntad. El  miedo era el síntoma de esa condición enfermiza llamada impotencia, era la primera reacción ante un diagnóstico que arrojaba una condición de vulnerabilidad tan extrema que la posibilidad de zozobra individual o colectiva era una de las esenciales circunstancias con las que a diario se debía lidiar: elementos naturales, enfermedades letales, las intenciones de otros hombres, la ira de Dios. Todo ello fuera de del alcance del más poderoso de los humanos.  En consecuencia, había una necesidad real de manejar estas trágicas posibilidades y así reducir el miedo. Aunque sobre esta premisa básica se han hecho, desde la ciencia social, innumerables y ciertas observaciones e inferencias, que van desde las formas en las que cada religión aplacaba la ira de sus dioses y ganaba sus favores, hasta los intrincados y hasta subliminales mecanismos con los que ellas mantenían ese grado suficiente y necesario de miedo en la mente colectiva para mantener un orden., lo que interesa aquí es resaltar la  premisa base: ante el miedo devenido de la impotencia existe  la consecuente necesidad de inhibirlo, lo cual, en ese contexto, se hacía tratando, lidiando, negociando con las hipotéticas causas u orígenes metafísicos de las cosas que representan peligro.
La segunda necesidad en la mentada matriz se relaciona con la provisión de la amplia categoría de los recursos materiales, concretos y vitales: alimento, techo, salud, seguridad. Una de las características de la creencia tradicional era el supuesto de que si bien el hombre debía realizar un esfuerzo intencionado a procurarse estas cosas, esta obtención era, en última instancia, permitida por la deidad. Aquí también sucede que  constructos económico-políticos alrededor del trabajo y el dinero, ya muy rumiados por los estudiosos sociales, complican y visten esta necesidad, pero en esencia, en la infancia y juventud de la humanidad encontramos una muy palpable relación entre la consciencia de la necesidad de recursos materiales y la idea divina de la “providencia”, concepto que no se limita a la creencia cristiana. Necesariamente en toda historia de un dios creador de seres, es la voluntad de éste proveer lo materialmente necesario para asegurar la continuidad de la vida de su creaturas.    
La tercera necesidad, una versión más compleja y extensa que la anterior pero indudablemente su pariente, se relaciona con la provisión de los elementos abstractos enunciados antes: aceptación, estima, provisión y protección (la confianza de que se dará), etc.
Una cuarta necesidad, devenida como efecto acumulativo de la interacción entre la consciencia de estar vivo y la manera cómo se vive, es el sentido y la identidad. Constitutiva o introducida, objetiva o subjetiva, real o ficticia, la necesidad de sentido era un hecho tal como hoy, aunque haya un enorme abismo entre el sentido tal como se entendía en el pasado y lo que de él se concibe ahora. Ambos elementos, sentido e identidad, que no eran entendidos como una construcción o descubrimiento tanto como una asignación y asunción, eran parte del destino social en la carne del hombre.
Hay una quinta necesidad, experimentada por casi todos los miembros de un grupo social en mayor o menor escala: la necesidad de ser guiado. Si proviene del miedo, de la desconfianza en sí mismo, de la ignorancia, de la impotencia, de todas juntas, no importa. La necesidad de ser guiado era real y determinante para la mayoría y tiene también mucho que ver concon la tercera necesidad.

Todas estas necesidades eran satisfechas por un sistema cuya médula y corona, en las todas las sociedades jóvenes, fue la creencia religiosa, a través de las provisiones mencionadas tempranamente en este documento. Esas necesidades y provisiones, lejos de emparejarse de modo lineal, formaban, y forman, construcciones  psicosociales complejas y multiconstitutivas, provocando una relación con la deidad que se compone a su vez de innumerables y variopintas subrelaciones para cada especificidad entre necesidad y provisión.  Y en esa relación principal y universal que se establecía con  el concepto religioso,  con la deidad y su institución, la subordinación y la dependencia eran caraterísticas porque el hombre se sentía, es decir se sabía,  vulnerable a nivel físico, social, espiritual, debido a su ignorancia y su impotencia factuales. Por otro lado, la vulnerabilidad, y el miedo que sobre la impotencia alerta, se complementaban con elementos de naturaleza en teoría contraria, como la aceptación, la provisión, la acogida, etc.  En ese sistema, en esa sociedad particular, todo proviene de la deidad, que para todos los efectos y de manera incuestionable, era lo mismo que religión y sus instituciones. La consciencia de variable dependiente de la ecuación se constituía así  en la esencia del fenómeno religioso clásico. Y como se dijo antes, la variable dependiente está obligada a someterse, a ganar los favores, a reconciliarse, a ofrecer sacrificio y pleitesía, etc. La condición de subordinación y dependencia era, en consecuencia, la característica de la relación hombre-deidad.